martes, 10 de mayo de 2011

El arte de amar de Erich Fromm

4 comentarios:

  1. LAS FUENTES DEL AMOR (Primera parte)
    El muchacho correteaba alegre por bosques y praderas, jugueteaba divertido entre palmeras y cocoteros y rivalizaba en su ascenso con las plantas trepadoras. Luego se detenía, observaba el caminar cansino de una hormiga roja, el vuelo señorial del águila, el paseo majestuoso del tigre. Alargaba la mano de vez en cuando para coger una banana, una piña, una fresa. Bebía el agua clara de lluvia, el jugo fresco del coco y el dulce zumo del mango. A veces mascaba una hoja de coca y entonces soñaba de nuevo que correteaba alegre por bosques y praderas, que jugueteaba divertido entre palmeras y cocoteros y que bebía el agua de lluvia que resbalaba por su cara.
    Luego la caricia del sol le despertaba, mientras el canto del grillo y los trinos de la alondra le saludaban. Y volvía de nuevo a vivir su sueño, esta vez despierto, mientras volaba de rama en rama, nadaba en algún escondido lago o caminaba ocioso por la selva.
    El muchacho de pelo ondulado y piernas musculosas paseaba su broncínea desnudez con ingenua naturalidad. No necesitaba disfrazar su varonil belleza con hojas de hiedra o piel de gacela. No necesitaba ocultar sus encantos, tampoco exhibirlos entre tanta belleza.
    Veía a las truchas acercarse, cuando metía sus pies en el río. Las acariciaba a todas suavemente, deslizando los dedos por su vientre, aunque solo era una la elegida. Las aves todas, desde el avestruz a la perdiz, depositaban sus huevos con la leve esperanza de que aquel muchacho tomase alguno de ellos, en tanto que las siempre tímidas ovejas anunciaban discretamente con sus balidos el modesto deseo de entregarse a él.
    Aquel día también tuvo un sueño, pero no era el rugido del león, ni el trino de los pájaros, ni el silbido del viento lo que en él oyó; aquella risa, aquel canto, aquella melodía nunca los había soñado, nunca los había vivido, nunca los había escuchado. Atraído por aquella voz que había penetrado en su oído, caminó y caminó por la selva, trepó y trepó por los árboles y voló y voló por sus ramas. Hasta que de nuevo volvió a oír aquel canto alegre y juguetón. Se movió sigilosamente, despacio, sin prisas hacia el origen de aquella voz y entonces la vio. Una muchacha que llevaba una flor en el pelo descansaba frente a él en la orilla del río. Movía su largo pelo con un sutil movimiento de cabeza y reía. A su lado, en el suelo, en la corteza desprendida de una acacia, reposaban un ramo de uvas, un surtido de frutas del bosque y algunas bananas.
    El joven estaba extasiado, embebido, paralizado. La muchacha cogió una fresa y se la llevó a la boca; la paseó con delicadeza por sus labios granates y la saboreó despacio, sin prisas, lentamente.
    El muchacho, por primera vez, tuvo envidia de la fresa, algo que jamás había sentido antes. La joven cogió esta vez un puñado de fresas del bosque y se las llevó a la boca con voracidad salvaje. El sanguíneo zumo resbalaba ahora por su pecho y la bella muchacha lo extendía por todos los rincones de su cuerpo.

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  2. LAS FUENTES DEL AMOR (Segunda parte)

    El muchacho estaba aturdido. Aquella zagala tenía cosas que él no tenía. Aquellos senos tersos, redondos y juguetones, ahora teñidos de grana. Aquella otra boca, aquellos otros labios que saboreaban con inusitado placer los granos de uva, que engullían con ansia irrefrenable una banana. Tras la cortina de hojas vio el muchacho que la joven gemía y reía y susurraba y gritaba, mientras su cuerpo se arqueaba y se doblaba hasta que desfallecía.
    El perplejo mozo notó entonces que una parte hasta entonces olvidada de su cuerpo se rebelaba, se sublevaba y escapaba a su control. Aquello era algo nuevo para él, la temperatura de su cuerpo aumentó y en su frente de bronce brilló una pequeña perla de sudor. Estaba paralizado, como si sus pies hubieran echado raíces, pero se obligó a caminar por la orilla hasta una cascada no muy alejada.
    El agua gélida que caía a borbotones sobre su cabeza le despejó, le refrescó, le reconfortó, pero aquel músculo indomable persistía en su desafío. Lo atenazó entonces con su mano, no sabía muy bien si para abrazarlo o reprenderlo. Aquella lucha continuó durante varios embates, hasta que el joven también gimió y rió y gritó bajo aquel torrente. Tras un ligero vahído, más intenso y efímero que el producido por la hoja de coca, se sintió extrañamente aliviado y, al mismo tiempo, contento, por haber doblegado aquella súbita sublevación.
    Luego desanduvo el camino y volvió a su discreto lugar de observación. La muchacha recogía ahora flores y las prendía de su pelo; luego cantaba. El muchacho, tras varios intentos fallidos, descorrió al fin aquella cortina de hojas y dio un paso adelante. Fue un pequeño paso para el hombre, pero un gran paso para la humanidad. Luego en una jerga que nunca hasta entonces había salido de su boca ni anidaba siquiera en su mente, saludó:
    -Hola, Eva supongo.
    Jesús G.

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    1. Quisiera ser Adan, pero fuimos expulsados del paraíso. Ya no cabe amar sin sufrir, vivir sin trabajar, soñar sin tener pesadillas, ni vivir sin esperar la muerte. Anhelamos el paraíso perdido; esa nostalgia nos devuelve al seno materno, a la existencia fetal. Somos sin embargo adultos, hemos de afrontar la vida y el amor con riesgo y esfuerzo responsable. Hemos perdido el paraíso, debemos ganar la madurez

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  3. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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